viernes, 5 de diciembre de 2008

HOMBRES QUE MURIERION SIN HABER VISTO EL MAR



A mediados de octubre, cuando caían las primeras lluvias, se empezaban a arar los campos para sembrar los cereales, era la sementera, entonces había pocos tractores, la mayoría de la labor se hacía con yuntas de caballos y se araba con la vertedera, que era el arado romano en versión moderna, tenía la virtud de que era reversible, y de esta forma el surco era igual a la ida que a la vuelta. La vertedera tenia formones que había que ir a aguzar, como mi padre estaba en el Barroso y no solía venir todos los días, cuando venía, normalmente los fines de semana, dejaba los formones para que yo me encargase de llevarlos a la fragua.

Cuando iba a aguzar los formones, a mí me tocaba hacer de soplador, con aquellos grandes fuelles que avivaban el fuego de la fragua, mientras, los mayores hacían sonar sus grandes martillos, mazas, al ritmo que les marcaba el herrero, yo mientras, sopla que te sopla.

Los demás intervenían en el aguzado de mis formones, y en justa correspondencia yo tenia que avivar el fuego para los suyos. Trabajos en equipo, como el de la matanza, donde se ponían de acuerdo las familias para matar en días distintos, y así poder ayudarse los unos a los otros. Tiempos sin duda duros, pero también solidarios.

La fragua era la de mi tío-abuelo Guzmán, era tío de mi madre, hermano de mi abuela Francisca. Tío Guzmán era el encargado de poner mote a medio pueblo. A mí me llamaba “Tío Animal”, por lo bruto que era. En el invierno no le apetecía salir a tomar sus vinos y hacía que yo le llevase a su casa una garrafa de cinco litros de vino que solía durarle, más o menos, una semana.

Un día jugando con otros niños en el canal no se me ocurrió otra cosa que meter la cabeza entre los hierros de la cancela, (engarilla), que allí había y luego no podía sacarla, los chicos asustados fueron a avisar a la fragua, estaba al lado, y me liberó, creo que fue su hijo José, separando los hierros.

Hubo una semana que me olvidé de llevar los formones y también de llevarle la garrafa, no sé cuál de las dos broncas me dolió más, si la de mi padre por no llevar los formones, o la del Tío Guzmán por no llevarle la garrafa.

La verdad es que mi padre muy pocas veces me reñía, nunca me pegó, para eso estaba mi madre, siempre presta a usar la zapatilla, por eso las pocas veces que mi padre me regañó me afectaron mucho.

La bronca esta de los formones me la echó en el bar, estaba presente, como casi siempre el Perche, recuerdo a mi padre apelando a mi responsabilidad y haciéndome entender los trastornos que se pueden causar por no atender nuestras obligaciones, la verdad, es que mi padre tenía toda la razón del mundo, por mi culpa tuvieron que perder un día de labor.

En la cara que poniba me notaba mi madre, cuando tenía tres años, que no sabía mentir, y en la cara que ponía cuando mi padre me estaba regañando también se me notaba mi pesar y mi arrepentimiento.

Cuando cuatro años después de salir del pueblo, ya con dieciocho años regresé por primera vez en el mes de julio de vacaciones, estuve unos días en casa de mi Tía María, recuerdo que toda la gente que me encontraba me preguntaba que si había visto al Perche.

Por fin un día que pasaba por delante del Bar de Roberto, el herrador, otro hombre del que guardo un grato recuerdo, pues era muy simpático conmigo, aparte de herrar a los caballos y a los bueyes, hacía también con las tijeras unas bonitas grecas y filigranas en los cuartos traseros de los mulos y de los burros. Su mujer Isabel me llamó y me dijo que el Perche estaba dentro y que se alegraría de verme.

Efectivamente el Perche se alegró mucho al verme, yo estuve un poco prepotente y jactancioso, como solemos ser todos a esa edad, que nos creemos que lo sabemos todo y no sabemos absolutamente nada, entre las muchas tonterías que dije. estaba la de que me iba estupendamente en Madrid y que había que salir del pueblo si se quería vivir bien.

El se puso a repasar anécdotas sobre mí, me recordó ese día de la bronca de los formones y como mi padre, después de haberme regañado se había sentido orgulloso de mí por como había reaccionado ante su bronca, pensó que quizás había sido demasiado duro conmigo, hasta le había dado pena, según me contó el Perche, al verme tan afligido.

Me recordó la anécdota, de cuando recién nacido mi hermano Miguel Ángel, y éste estaba en un cuco en el bar, mi padre preguntó ¿Qué pensará este niño? Y yo respondí presto: Tres Kilos y medio.

O aquella otra ,cuando, creo que era los miércoles, la televisión anunciaba una programación que a nadie le gustaba: Teatro de la Pera, leí yo en voz alta. Y es que la O era tan grande, que yo creía que no era una letra, el programa era:



Teatro de la Ópera.

Ahora, recuerdo yo, otras anécdotas de ti querido Inocencio Benito, Alias “El Perche”, de cuando hablabas con admiración de tu hermano, el apuesto Mendi, Mendingo era su apodo, era más joven que tú, estaba en La Legión, y contabas y no parabas lo valiente y decidido que era tu hermano, que había viajado mucho y había estado en un montón de sitios, todo lo contrario que tú, que solo saliste del pueblo para hacer el servicio militar en Madrid.

Contabas lo que gustaba tu hermano a las mujeres y que había tenido muchas novias, sin embargo, tú la única novia que tuviste era de mentira, era una mujer guapísima que salía en la televisión anunciando aquellas perlas majóricas que no se distinguían de las verdaderas, aunque para ti, esa mujer del anuncio si se distinguía de las mujeres verdaderas, a las que creo, que por timidez no te atrevías a acercarte nunca, recuerdo que siempre que salía esa guapa chica del anuncio se te iluminaba la cara.

De cuando hablabas de tu trabajo como leñador y de cómo había que cortar las encinas, para conseguir que siguiesen dando sombra, bellotas y leña al mismo tiempo, que eso de cortar leña no era una cosa de advenedizos, que requería oficio.

Y así es, querido Perche, en el tan cacareado y famoso desarrollo sostenible, se pone como paradigma la dehesa extremeña, y eso se debe en gran parte a personas como tú, amantes de su oficio y enamorados del campo.

O cuando hablabas de la caza, porque eras cazador y hablabas de la caza del pato en el río Tamuja y a mi me parecía, por cómo lo contabas, que este río estaba muy lejos y que te ibas de safari.

O cuando contabas, una y otra vez la aventura que tuviste con una guapa chica, cuando hiciste la mili, gracias, según tú pregonabas a los cuatro vientos, a que, según la chica, tenias unos dientes y unos ojos muy bonitos.

O cuando vi la película Río Bravo en el cine de verano, RECA, que estaba en el castillo y me pedías una y otra vez que te la contara y yo te contaba cómo el protagonista descubría al pistolero que estaba herido y escondido en el Bar, por la sangre que caía en un vaso que estaba encima del mostrador, y entonces, me salía fuera y de espaldas al mostrador de nuestro bar, me ponía a hacer de John Wayne en esa escena de la película.

Si, amigo Perche, aquel día que fui al pueblo supe que me tenías cariño y que te gustaba contar a la gente cosas mías, que detrás de tu aspecto callado, de tu timidez y de tu aspecto de rudo labrador había en tí la ternura de un niño grande.

Sirvan estas líneas como sentido homenaje de admiración y gratitud a ti y a todos los que como tú, habéis muerto en el pueblo sin haber visto la mar, pero soñabais todos los días con ella, después de vuestro duro, abnegado y bien hecho trabajo.


Hombres que se mueren sin haber visto la mar
(Letra y música: Pablo Guerrero)

Dos siglos de silencio, que tanto pesan,
te duelen más, amigo, que la tristeza,
que la tristeza, que la tristeza
de ver que es para el amo lo que tú siembras.

Por ahí van, por ahí van,
son hombres que se mueren sin haber visto la mar.

Trabajaron cien años, que consiguieron,
la sombra de una encina cuando murieron,
cuando murieron, cuando murieron
cubrió por fin la tierra todos sus sueños.

Por ahí van, por ahí van,
son hombres que se mueren sin haber visto la mar.

La voz del campesino, que fue escondida,
entre cerros y valles, campo y fatiga,
campo y fatiga, campo y fatiga
fueron voces sin eco, toda su vida.

Por ahí van, por ahí van,
son hombres que se mueren sin haber visto la mar.

Pero tu voz dormida, no es para siempre,
puedes cantar ahora, grita más fuerte,
grita más fuerte, grita más fuerte
no pidas por favor lo que te deben.

Por ahí van, por ahí van,
son hombres que se mueren sin haber visto la mar.

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