miércoles, 30 de abril de 2008

Bachillerato, Primer curso 1959/1960

Ay amor, amor primero
Y de segundo, tercero y cuarto
Ay amor, te quise tanto
Cuando el beso era amor
Y el amor canto.

Creo, que fue Don Camilo José Cela, el que dijo: que uno es de donde ha estudiado el bachillerato. El de los cuatro cursos y Reválida, el de Grado Elemental, así se le llamaba en el Plan de 1957, lo estudié en Monroy, aunque, nos examináramos en Cáceres, de las ocho asignaturas de cada curso, un sólo día en junio y luego, de las que nos hubiesen quedado, otro día en septiembre.

Se decía que estudiamos por libre, aunque no libremente, ya que no podíamos elegir otra forma de estudiar, lo hacíamos en el pueblo que nos vio nacer, que por otro lado era una ventaja, no teníamos que abandonar a nuestra familia ni nuestro natural entorno.

Así, que si hacemos caso a Don Camilo, soy, casi completamente, de Monroy, bueno, teniendo en cuenta que en todos los cursos me quedaron asignaturas para septiembre, e incluso, que en tercero, de las tres que me quedaron para septiembre, me volvieron a quedar dos para junio del siguiente curso, y que el examen de Reválida, lo hice en dos tandas y me costó tres días, pues soy un poquito también de Cáceres, incluyendo el día que me examiné de ingreso, unos trece días.

Y si, como es lógico, Don Camilo José Cela se refería al todo el Bachillerato que engloba también a los dos cursos del Superior, quinto, sexto, entonces soy también de Madrid, digamos en esta proporción: 4/6 de Monroy y 2/6 de Madrid, o lo que es lo mismo, dos tercios monroyego y un tercio madrileño, y un poquito, muy poquito, solamente trece días, cacereño.

Recuerdo la impaciente espera por comenzar las clases, por convertirme en todo un estudiante de pleno derecho, me hacía mucha ilusión al recibir los libros, hojearlos, ver los dibujos y fotografías que traían, los santos decíamos, luego los forrábamos con papel, el acto de la llegada de los libros siempre fue lo que más me ha gustado de cada curso.

Las asignaturas del primero eran: Religión, Lengua Española, Geografía de España, Matemáticas, Dibujo, Educación Física y Formación del Espíritu Nacional, curiosamente, éstas dos últimas en el libro de calificación venían en la misma casilla, en una misma línea, aunque se calificaban por separado. Esto era para los chicos, para las chicas se sustituían la gimnasia y la política, así se las denominaba coloquialmente, por la asignatura de Enseñanzas del Hogar.

En este primer curso quiero recordar que era sólo Don Juan Soria quien nos daba clase, más tarde se incorporaría Don Jacinto. ¡Un único profesor se atrevía a dar clase a alumnos de los cuatro cursos al mismo tiempo!

El horario de nuestras clases particulares estaba supeditado al horario de las clases de la Escuela Nacional, así se le llamaba a la enseñanza obligatoria en aquellos tiempos.

Don Juan Soria cuando terminaba de dar la clase a los alumnos de la nacional, salía hacia su casa, vivía enfrente de la escuela, sólo tenia que cruzar la plazoleta, debía de tomarse un piscolabis y hacer sus necesidades y enseguida volvía a la misma clase donde seguía con nosotros.

Los alumnos que recuerdo daban clase con Don Juan éramos:

José Mari Sierra y Ulpi (q.e.p.d.) estaban en cuarto.
María Jesús del Sol (q.e.p.d), Catali Arévalo y Flori la de la Palma, en tercero.
Tere Alía, Antonio Plaza, Juan Casares, Antonio Flores y Miguel Mateo, en segundo.
Mari Carmen del Sol, Pili Camarero, Esperanci Garcia, Mari (q.e.p.d) hermana de Ulpi, Mati, Pedro Macías, Isarique, Eustasio (q.e.p.d) y un servidor, en primero.

Además, preparaba para el examen de ingreso a mi primo Vidal, Crispín, Sacramento, y alguno más que no recuerdo.

Es posible que haya olvidado a alguien, o que algunos de los mencionados en la numerosa nómina de alumnos de Don Juan, no los haya situado en su correspondiente curso, pido perdón por ello, e invito a los interesados a que me ayuden a situarlos, además, me daría mucha alegría saber de ellos, qué es de su vida y por dónde andan.

Nada más terminar de confeccionar la lista, me han sorprendido dos cosas, una no muy grata, el alto porcentaje, casi un veinte, de los que han desaparecido, la otra bastante más agradable y positiva y más para la época, la casi total paridad que había entre chicos y chicas.

El método que Don Juan imponía para estudiar era para todos igual, diariamente nos preguntaba la lección que debíamos traer estudiada de casa, nos poníamos todos los del mismo curso de pie alrededor de su mesa y nos hacía una pregunta distinta a cada uno de la lección y de la asignatura que tocase.

Cuando le tocaba dar la lección a José Mari Sierra, que estaba tres cursos por delante de nosotros, éste ponía sus manos agarradas entre sí a la espalda y se movía nervioso apoyando alternativamente un pie y luego el otro, al mismo tiempo que iba contestando parsimoniosamente las preguntas, teníamos a José Mari, como un ejemplo a seguir, para todos nosotros alumnos de primer curso, se consideraba un gran logro poder llegar a cuarto.

Don Juan había impuesto unos controles diarios para cada uno de nosotros, consistían en llevar cada uno una libreta, muy pequeñita, con los datos siguientes:

Fecha:
Hora de entrada:
Hora de salida:
Comportamiento: (bien, mal o regular)
¿Se ha sabido la lección?: (Sí o No)

Firma del padre Firma del Maestro

Esto era para mi un verdadero martirio y no porque me comportarse mal y no me supiese la lección, era porque lo consideraba una falta de libertad absoluta y una falta de credibilidad tremenda en nosotros, todos los días y por dos veces, había que darle a nuestros padres la libretita para que la firmasen, era como una espada de Damocles sobre nuestras tiernas cabezas, porque nadie te arrendaba las ganancias si en la libretita, el buen maestro, ponía que te habías portado mal y encima no te habías sabido la lección, un mal día lo podía tener cualquiera, pero a nosotros, entonces, no se nos estaba permitido.

Hacíamos exámenes trimestrales de cada una de las asignaturas, aunque estos, al no tener nuestro maestro la competencia de las notas en los exámenes finales, no eran liberatorios, solamente le servían a él para saber cómo iba cada uno de nosotros y para que nos fuésemos familiarizando con los exámenes finales, donde nos lo jugábamos todo a una carta.

La verdad era que en los exámenes trimestrales sacaba bastante buenas notas y por eso, confiaba que en los finales no hubiese demasiados problemas, pero, la realidad iba a colocarnos en nuestro sitio de estudiantes de pueblo, con muchas precariedades y muy pocas oportunidades, la realidad nos iba a dar lo que creo que no nos merecíamos, sobre todo, si tenemos en cuenta el esfuerzo realizado, tanto por nuestro buen maestro y buen profesor, cómo por nosotros, nunca estudié tanto como lo hice en Monroy cuando estudiaba por libre.

Hablando de oportunidades: un solo día para examinarnos de todas las lecciones de todas las asignaturas. De precariedades: un sólo profesor para todas las asignaturas con todas sus lecciones.

Un día soleado del mes de junio del año 1960, los ocho alumnos de primero, acompañados por don Juan, salimos de madrugada hacía Cáceres en el coche de punto de Fulgencio Blanco, el coche era muy parecido a los taxis ingleses, sobre todo por el tamaño, cabíamos todos, no sé si sería legal que fuésemos tantos en un mismo coche, pero creo que entonces no se tenían en cuenta estas menudencias, recuerdo que desayunamos en el Café Toledo que estaba en los soportales de la plaza, tenía los nervios agarrados al estómago y no tenía apetito, apenas me tomé el café.

El primer examen, en todos los cursos, siempre fue el de matemáticas, esta asignatura se me dio siempre bastante bien, después venía Religión y así una tras otra hasta llegar a la última, que era siempre Educación Física.

El examen de Educación física lo recuerdo como un verdadero martirio, estábamos ya bastante cansados por los siete exámenes que habíamos dejado atrás, eran las ocho de la tarde, el paraninfo, así se llamaba donde nos examinábamos, estaba lleno de mosquitos que picaban sin remisión y para colmo, Martín, esa era el nombre del profesor, Martín a secas, sería que como era falangista era un buen camarada y se le tuteaba, nos torturaba en el tendido supino obligándonos a hacer flexiones sobre los brazos una y otra vez, no sé si por el cansancio o por rebeldía, lo cierto que a una de las veces que nos dijo arriba, yo me quedé tendido en el suelo, el resultado fue que suspendí el examen.

Las notas la sabíamos el día siguiente por la tarde, Don Juan tenia muy buena amistad con un conserje del Instituto, Sánchez se llamaba, antes de que salieran en el tablón de anuncios le facilitaba las notas de todos nosotros vía teléfono. Sánchez solía ser bastante atento con todos los que éramos de Monroy, aparte de que tenía buen talante, creo que también era debido a que Don Juan le daba buenas propinas.

Las notas fueron para mí un verdadero mazazo, me quedaron tres, aparte de la Gimnasia me quedó Geografía y Lengua Española, aprobé Matemáticas con un siete y las demás con un cinco raspado.

El resultado de estos exámenes hizo que me replantease mi forma de entender el mundo, me creó bastante inseguridad en mi mismo, de nada valían para mi autoestima, los buenos resultados de los exámenes trimestrales que hacíamos en clase con Don Juan, ni el hecho de que las lecciones que nos tomaba diariamente me las supiese, todo eso no era suficiente, en el examen de verdad, en el final no había dado la talla.

Este sentimiento de inseguridad iba a marcar durante bastante tiempo mi forma de ser y acentuó, aún más, mi timidez proverbial. ¿Para qué estudiar? Si no me enteraba de nada, y de lo poco que me enteraba se me olvidaba, menos mal que las matemáticas, eso decía todo el mundo, se me daban bien.

En el verano dábamos clase no sólo los que habíamos suspendido del pueblo, algunos de los que estudiaban fuera también venían a clase, bien para reforzar aquellas asignaturas que consideraban que estaban más flojos o bien porque eran sobrinos de Don Juan, caso de Ángel que tenía una gran mancha en la cara y su hermano, que ahora no me acuerdo como se llamaba, comparándonos con ellos, que habían aprobado todo, nosotros no sabíamos menos, al contrario creo que les superábamos, pero claro a ellos los exámenes parciales si les valían a cuenta del examen final. Lo que más me fastidiaba era cuando decían que no les había dado tiempo a terminar de estudiar todo el libro y sólo se examinaban hasta la lección que habían dado. ¡Vaya morro! sin embargo, para nosotros entraba todas las lecciones del libro

Recuerdo que estaba estudiando Geografía era por la tarde, hacía mucho calor, estaba con la lección de las comarcas de Burgos, la Lora, la Bureba ... Alguien vino corriendo gritando: Se ha tirado al pozo tía ....... (omito su nombre por consideración a su familiares actuales), allí que me encaminé a ver lo que había ocurrido, la señora ya mayor, se había tirado ar un pozo que casi no cabía por el brocal, era ésta una forma muy común en el pueblo de abandonar este mundo voluntariamente, de suicidarse. Los portugueses que no tienen la palabra suicidio en su vocabulario, ante alguien que se quita la vida prefieren decir: No quiso vivir.

Pocos años más tarde, una alumna de Don Juan, compañera, vecina y casi de la familia y mucho más joven, iba a abandonar este mundo de la misma manera, también eligió el pozo de su casa.

Desde aquí querida compañera, amiga y vecina, me quedo con aquellos momentos agradables vividos junto a tí cuando éramos compañeros de clase y jugábamos a las adivinanzas y tú siempre nos hacías una, un poco verde para la época: Vino un hombre me la metió, me la sacó, me hizo sangre y se marchó. No hay que ser mal pensados, era un dentista sacando una muela, o cuando te puse la zancadilla en clase y te caíste y en lugar de enfadarte, solo me dijiste: Ahí va, que tropezón más tonto, o cuando presumías de tu bonita pluma estilográfica que tenía un bonito verde jaspeado.

No sé lo que la vida pudo hacerte para llegar a no querer seguir en ella, pero desde aquí quiero expresar que, ante casos como éste, nadie puede juzgar a otro ser humano, sólo nos cabe: una inmensa tristeza, una gran compasión y un profundo respeto.

jueves, 3 de abril de 2008

Sol de membrillo

Jorge, sus guantes, su hermano y sus amigos

Después de la Fiesta de los Toros el pueblo recobraba su pulso normal, aunque volver a la normalidad se hacía muy cuesta arriba, sobre todo, cuando nada más terminar las fiestas había que volver a la escuela y se daba por acabado el mágico verano, dónde tanto habíamos disfrutado.

Según Rilke la patria de cada uno es la infancia, estoy totalmente de acuerdo con él y además añado que es en esos veranos donde se encuentra lo más bello de la infancia. Aunque, sin menospreciar a la sin par primavera, y ni mucho menos, a los primeros días del otoño con su sol de membrillo, incluso en el invierno había días que merecían la pena “Estos días azules y este sol de la infancia” como tenía apuntado en el papel encontrado en su gabán, el bueno de Don Antonio Machado, en los aciagos días del su exilio francés.

La vuelta al colegio suponía para mí la peor de las tragedias, y no tanto por el colegio en sí, sino más bien, por la pérdida de libertad que suponía el no poder jugar a todas horas como lo hacíamos durante el verano.

Jorge, mi vecinito, que tiene siete años, le decía el pasado Lunes de Gracia a mi mujer, Maribel, que era el peor día de su vida, pues se habían acabado las vacaciones de Semana Santa y al día siguiente se reanudarán las clases, y tendrá que coger el autobús de la ruta que le llevará al colegio. Y por la mañana, de nuevo le dirá, como casi todos los días, pues Maribel procura hacer coincidir su salida a trabajar con la hora en que llega el autobús a recogerlos para el cole, "de mayor quiere ser como Andrés, que está todavía durmiendo, mientras él tiene que estar tan temprano levantado, que no hay derecho".

No sabes querido Jorge como te comprendo, me he sentido reflejado en ti, y es que lo más parecido a la felicidad en este mundo es cuando los niños juegan, y sobre todo, si se disfruta tanto como tú lo haces jugando al fútbol con tu hermano Nacho, con Álvaro, con Alfonso, con Mario y con los otros tres hermanos vecinitos del portal de al lado, en vuestro particular campo de fútbol sala, de niños privilegiados, pues podéis jugar todos los días, aun viviendo en el centro de Madrid, cómo lo hacíamos nosotros, niños, y aunque de pueblo, también privilegiados, y eso que nosotros no teníamos un campo de fútbol, por no tener, ni siquiera teníamos balón, aunque por espacio no nos podíamos quejar, pues nuestro campo llegaba hasta Trujillo que está a cuarenta y siete kilómetros.

De todas formas el comienzo de este curso iba a ser mucho menos traumático, las clases de primero de Bachiller no comenzarían hasta octubre, en realidad no comenzaron hasta después de día de la Raza, el día 12 de octubre, así se le llamaba entonces a esta fiesta.

Periodo de entretiempo, cómo tanto le gustaba decir a mi madre, aunque ella lo decía refiriéndose a la ropa, pues bien, durante estos días donde la ropa no era ni de verano ni de invierno, era cuando más intensamente recuerdo haber vivido lo que era el pueblo y la naturaleza que lo rodeaba, era un tiempo recobrado, como si el verano se alargase y nos concediese una nueva oportunidad para seguir disfrutando con los juegos.

Era este un periodo en el que esperábamos impacientes la llegada de los libros de textos, pero a su vez esta tardanza en llegar era lo que hacia que las clases se retrasasen y tuviésemos más días de vacaciones.

Aprovechaba estos días sin apenas obligaciones para unirme a los monaguillos, aunque yo nunca lo fui, y subir con ellos al campanario y asistir en primera fila al toque de las campanas, que en aquellos tiempos todavía servían para comunicar eventos a través de sus sonidos. Había toques distintos, según fuese el acontecimiento: llamada a misa, al rosario, a la novena, toques de duelo, de dinde (cuando moría un niño), a rebato (cuando había fuego), a perdido, e incluso se quedaban mudas, cómo sucedía el Jueves Santo, a partir de las tres de la tarde cuando sus sonidos se sustituían por los de las carracas y las matracas.

El sonido que más imponía era el de duelo ¿quién se ha muerto? Era la pregunta que todo el mundo se hacía en cuanto se oía este toque. Cuenta mi amigo Tomás Tobías, alias “Peñato”, monaguillo de pro, y que todavía conserva ese espíritu de pillo que todo buen monaguillo que se precie debe tener, que cuando tocaban a duelo, los hermanos Barra, Teodoro y Guzmán, los herreros del pueblo, tíos de mi madre, cuya fragua estaba entonces junto a la iglesia, eran siempre los primeros en interesarse por la identidad de la persona por la que doblaban las campanas.

En una ocasión le preguntaron a su primo Antonio, que también era monaguillo y a él ¿Por quién doblan las campanas? A lo que ellos respondieron: Por uno que se ha muerto. Sí, pero ¿Quién se ha muerto? Volvieron a inquirir los dos hermanos al unísono, a lo que los monaguillos contestaron: Por el que doblan. Claro que esta pillería les duró lo que tardaron los dos hermanos Barra en ir al bar de Tomás, padre de Antonio y hermano de Luis, el padre de Tomás, que también se encontraba en el bar, y les contaron lo libertosos que eran sus hijos. El castigo fue el acostumbrado en estos casos, fulminante y ejemplarizante, delante de todos los parroquianos del bar recibieron el correspondiente lote de pescozones de sus respectivos padres.

De este tiempo ganado al reloj de las obligaciones, me vienen recuerdos de cuando jugaba con Marcelo Sierra, amigo inseparable de mi infancia, de cuando se nos pasaban las horas volando, conduciendo los mejores coches y camiones de la época, aunque los coches y camiones que nosotros conducíamos, no eran más que cimbras de madera apiladas junto a la pared de la trasera de la panadería de tío Críspulo, que el padre de Marcelo, tío Daniel, había dejado allí después de haber servido en la construcción de algún puente, y que al estar todas juntas, simulaban perfectamente la forma de un coche.

Pocos coches y motos había entonces en el pueblo. Recuerdo la Lambretta que se compró su padre de segunda mano, y en la que Marcelo y yo nos montábamos y simulábamos el ruido del motor, y en nuestra imaginación nos íbamos muy lejos, tan lejos, tan lejos que por lo menos llegábamos hasta el Parapuños. Que gozada, ya no echábamos en falta la peña de la carretera, la que nos servía de moto o caballo según tocase, teníamos una moto de verdad, con su manillar y sus preciosos cromados, su mullido asiento de goma y su protector para las manos, era un objeto precioso que me fascinaba.

En los días de vacaciones de Navidad o Semana Santa, venían todos los domingos y fiestas de guardar, los dueños de las fincas limítrofes al pueblo a oír misa. Los había que venían a caballo, como los dueños de la finca Las Sauceras, que eran una familia muy numerosa y solían venir montados cada uno en su caballo, a cuál más bonito, los más pequeños lo hacían en pony. El dueño de esta finca, que estaba a más de quince kilómetros del pueblo, era Don Enrique Sáenz de Tejada, alto directivo de la Unión y el Fénix, y que, según la rumorología infantil de la época, se decía que venía a su finca desde Madrid en avioneta; la verdad, es que yo no puedo dar fe de ésto, pues nunca vi la famosa avioneta.

Algunos venían a oír misa en tartana, como era el caso de los Ordóñez, que venían desde su finca del Baldío, que estaba a la mitad de distancia o menos que las Sauceras, aunque algunas veces no eran ellos los que venían a oír misa, sino que era el párroco del pueblo, Don Abilio, el que iba a decir misa a la capilla que tenían en su finca, para ello le mandaban también la tartana.

Otros venían a cumplir con el Santo Mandamiento de la Iglesia en coche, como era el caso de las dueñas del Barroso de Arriba, finca que, por cierto, explotaba mi padre a medias, un método muy extendido entonces: los dueños de la finca se llevaban la mitad de la cosecha en concepto de alquiler.

Las dueñas del Barroso eran dos hermanas muy mayores, que el día de mi primera comunión me regalaron una Virgen de la Montaña fosforescente. El yerno de una de ellas era notario en Fuente de Cantos. Un domingo vino con su coche a traerlas a misa, como el coche era un modelo que no habíamos visto nunca, todos los niños del pueblo que estábamos, como era nuestra obligación, en la iglesia, en un ejercicio de admiración a la tecnología de la época, nos pusimos alrededor de coche, pero el señor notario, que no dudo de que fuese un buen notario, pero con muy poca sensibilidad, nos apartó diciendo: ¡Fuera, niños parecéis de las Hurdes! ¿Qué pasa, es que no habéis visto nunca un coche?

La verdad es que muchos coches no habíamos visto, pero el suyo era una caca, señor circunspecto y gili....s notario de Fuente de Cantos, comparado con la avioneta de Don Enrique.
Si, nos parecíamos mucho a los niños de las Hurdes y a mucha honra, pues eran niños y extremeños como nosotros y algunos preciosos niños rubios.

El único problema de los niños de las Hurdes, como muy bien lo supo ver el doctor Marañón, era una cuestión sanitaria y de alimentación, cuando les dieron yodo y se alimentaron bien, se acabó el retraso y el cretinismo. A nosotros, entiendo que siguiendo las prescripciones del doctor Marañón, también nos dieron yodo.

Y los niños de las Hurdes, son hoy iguales a todos los niños, y todos los niños son iguales cuando nacen, no hay ninguna diferencia, y lo de gili...s también va dedicado a todos esos nacionalistas excluyentes que se creen superiores porque han nacido en la cara buena del mundo, necionalistas, que diría mi admirado Savater. Es más, estoy totalmente de acuerdo con Don Mario Vargas Llosa: El nacionalismo es la cultura de los incultos y con Don Miguel de Cervantes: Nadie es más que nadie, si no hace más que nadie.

Y aunque en aquella época admiraba mucho a los coches y a las motos y los caballos se espantaban cuando se cruzaban con algún vehículo, si hoy me dan a elegir entre una buena moto, un buen coche o un buen caballo, sin duda me quedo con un buen caballo, acompañado, a ser posible, por una tartana.