jueves, 13 de noviembre de 2008

Los duros e infumables Ideales, los excelsos Jirafas














Ya he dicho en alguna ocasión, que no teníamos permitido ir al cine del pueblo, porque había un enfrentamiento entre el propietario y nuestra familia, por aquello de la competencia, además de cine, tenían también salón de baile como nosotros. Mi madre para paliar esta situación nos regaló un cine NIC sonoro, bueno eso de que era sonoro, lo decían las instrucciones, porque la realidad era muy otra.

El sonido se conseguía mediante placas, así se llamaban antes a los discos, el principio de transmisión del sonido de este aparato de cine era el mismo que el de una gramola que tenía mi abuelo Miguel y que, en otros tiempos, había amenizado a los parroquianos de su bar. La gramola y un billar americano, que también era de mi abuelo hoy serían piezas muy cotizadas como antigüedades, pero entre todos los nietos acabamos por estropearlas y las dejamos inservibles.

Las placas eran de pizarra y cada cinta de película venía con una, las cintas eran de papel con dibujos pintados que se animaban mediante una manivela que hacía girar, al mismo tiempo, la placa y la película. Mediante un artilugio que terminaba en una aguja como la de los tocadiscos, se pretendía que se escuchase el sonido. Se oían todas igual, tan igual de mal, que terminábamos por inventarnos el argumento.

La película que más nos gustaba era una donde unos ladrones robaban un caballo y para camuflarlo lo pintaban, luego resultaba que llovía y el caballo se desteñía y los ladrones eran arrestados.

El cine NYC en sonoro
con las placas de pizarra
aquel caballito pintado
por la lluvia denunciado
su robo por los macarras


Las noches de los domingos de invierno nos las pasábamos unas viendo películas en el cine Nic, otras yendo a casa de mi tía Juana. Íbamos todos menos mi padre, que se quedaba atendiendo el bar, no sentábamos alrededor de la mesa camilla al calor de brasero, solíamos jugar con mi prima Mena y mi primo Isaac a la Oca, mi tía Juana siempre tenía en la vitrina una botella llena de aguardiente con uvas verdes dentro, que eran especialmente gordas, nosotros las llamábamos de cogujón de gallo, creo que era porque no nos dejaban llamarlas como estáis pensando.

Otras noches tocaba ir a casa de mi tía Maria, y allí solíamos jugar al parchís, las casas de mi tía Maria y de mi tía Juana estaban en la calle Nueva, una enfrente de otra. Contigua a la de mi tía María, estaba la casa donde yo había nacido y vivido hasta los tres años, que fue cuando nos mudamos de una casa vieja de la calle Nueva a una casa nueva de la vieja Carretera.

Una vez terminada la visita de vuelta a casa nos arremolinábamos los seis hermanos, junto a mi madre, y ella nos echaba su abrigo por encima para quitarnos el frío, la gente decía mira la Pura parece una gallina clueca con sus pollitos, a mi madre no le disgustaba que la llamaran gallina clueca, al contrario, creo que le gustaba la comparación.

Hacía tanto frío que por las noches de invierno mi madre sacaba al patio, al sereno, un recipiente lleno de leche con azúcar, a la mañana siguiente estaba helado. Las temperaturas y el acondicionamiento de las casas no eran muy propicios para comer helados en invierno, pero como en verano, pocas veces podíamos permitir el lujo de comer helados, mejor era tenerlos en invierno que no tenerlos nunca.

Los primeros helados de corte que llegaron al pueblo eran los CAMAY, fue mi primo Justo Simón el que los trajo, los domingos no los vendía en el comercio, lo hacía donde vivía, que era la casa donde yo había nacido, costaba uno tres pesetas, como la paga que tenía asignada era de una peseta, me compraba uno cada tres semanas.

Por esta época llegó a Monroy un teniente de la guardia civil, que procedía del País Vasco, entonces Las Vascongadas, eran de Fuenterrabía, hoy Hondarribia, tenía tres hijos: Arsenio, Elías e Iñaqui, las primeras botas de fútbol que vi en mi vida eran las de Arsenio, los tacos eran de cuero y a mí me parecían el no va más

En los días de lluvia organizábamos partidos de fútbol, en la planta de arriba de casa de Iñaqui, en el sobrado, jugábamos con cajas de cerillas, las utilizábamos como si fuesen chapas, entonces las cajas de cerillas venían ilustradas con las caricaturas de los jugadores de fútbol de primera división, cada uno jugaba con los jugadores de su equipo favorito, los equipos más valorados por nosotros eran el Real Madrid, Barcelona, Atlético de Madrid y Atleti de Bilbao.

En este tiempo casi todo el mundo utilizaba cerillas para encender los cigarrillos, por lo que no era difícil hacerse con todos los jugadores de un equipo. Los mecheros no eran de uso tan extendido como ahora, los había de mecha que eran utilizados por las personas mayores, también los había de gasolina, en el bar de mis padres había una máquina expendedora de gasolina para mecheros a diez céntimos la carga.

Eran muy simpáticos los tres hermanos vascos, el más gracioso era Elías siempre se estaba riendo y haciendo bromas, a su madre también la recuerdo con mucha simpatía y su padre, a pesar de lo que imponían entonces los guardias civiles, era también bastante afable, de vez en cuando subía a vernos jugar. Me llamaba poderosamente la atención la forma de hablar de toda la familia, me chocaba su acento, tan distinto al nuestro.

A propósito de cerillas, los sábados después de salir de clase, ya de noche, nos escondíamos a fumar detrás de las escuelas, en donde entonces había una peña muy grande. Normalmente fumábamos Peninsulares que eran los más baratos, eran unos cigarros con la cajetilla y el papel blanco, también fumábamos Ideales que eran igual de baratos y de malos. No hay que confundirlos, con otros que aunque en su etiqueta figurase la palabra Ideales en letras bien grandes, eran llamados, popularmente, Caldo Gallina, éstos lo fumaban liados la gente mayor con posibles, los menos pudientes fumaban picadura.

Entonces todo el mundo liaba sus pitillos, tenían su correspondiente petaca de cuero, donde guardaban el tabaco suelto y el librito de papel de fumar, de cada cigarro de Caldo Gallina, liaban dos tercios, dejando el tercio restante para el próximo. Los Ideales nuestros tenían el papel amarillo, tanto éstos como los Peninsulares eran sin boquillas y estaban tan apretados y tenían unas estacas tan grandes que no tiraban y se nos apagaban con frecuencia, creo que nosotros fuimos la primera generación que no supimos liar los cigarrillos.

Los cigarros y las cerillas los comprábamos sueltos en Casa de Tía Piedad, antes nos habíamos iniciados fumando los de anís, estaban hechos con paja de la planta del anís, venían cinco sujetos con una cinta de papel, costaban un real y picaban como demonios.

Recuerdo una vez que Eustasio trajo un paquete de cigarrillos rubios de la marca Jirafa, al parecer se le había caído a su tía Catalina en el suelo del estanco y a él se le olvidó devolverlo a la estantería. El paquete era más largo que el de Bisonte, que era el rubio nacional por excelencia, quien fumaba rubio era considerado un potentado, téngase en cuenta que por esta época todavía existían los colilleros, yo los he conocido, éstos iban con un bastón que tenia un pincho en la punta recogían las colillas que se encontraban por el suelo, luego las deshacían, liaban el tabaco resultante y se lo fumaban, entre los colilleros famosos de Cáceres estaban los hermanos Margallo.

Ni que decir tiene que los Jirafas nos sabían a gloria, nos sentíamos unos privilegiados, comparados con los duros e infumables Peninsulares e Ideales, estos nos parecían excelsos, el no va más.

No se me olvidará nunca el olor del primer Chesterfield que vi fumar, fue en el salón de baile de mis padres, quién lo fumaba, era un chico joven, Justo, creo que se llamaba, había tenido que emigrar como tantos otros, venia a pasar las fiestas de los toros. Sin lugar a dudas, que le había ido bien, porque, por entonces, fumar cigarrillos rubios americanos, no estaba al alcance de cualquiera.

Un día íbamos Eustasio y yo por el campo, era en las vacaciones de Navidad, nos gustaba mucho pasear y hablar de lo divino y de lo humano, habíamos comprado dos cigarros y cuatro cerillas en la pipera el pueblo, que ya he dicho que se llamaba Piedad. Hacia viento y las cerillas se nos apagaron, aparte de que no había nadie en el campo porque el tiempo era desapacible, aunque lo hubiese, tampoco le habríamos pedido lumbre, pues todos nos conocían y estaba rigurosamente prohibido fumar, hasta que no se hiciese la mili, delante de los mayores.

Cuando ya habíamos perdido toda esperanza, e implorábamos al cielo para que nos permitiese lograr encender los duros cigarros, Eustasio dio una patada desesperado a unas cenizas que había en el suelo y ¡Oh milagro, aún quedaban rescoldos! Era sin duda una señal divina, Dios se había apiadado de nosotros, no era tan fiero como nos lo pintaban.

A pesar de las privaciones y carencias que soportábamos, creo que entonces, como dice Serrat, en su canción, yo era feliz.

Siempre que recuerdo estos momentos vividos con Eustasio, y salvando las debidas distancias, no puedo evitar asociarlos e identificarme con Blasillo y su inseparable amigo, esos dos tiernos y entrañables personajes de los chistes de gran maestro del humor, Antonio Fraguas “Forges”. Le leo desde cuando publicaba en Informaciones, y los jóvenes de entonces teníamos a gala, como signo de progresía, llevar doblado bajo el brazo un ejemplar del periódico, del que era santo y seña el chiste de Forges.

En mi despacho tengo el honor de tener enmarcado, un chiste original suyo, publicado en Informaciones el día 12 de febrero de 1972, fue el único recuerdo que pudo recoger, Maribel de su paso por el tristemente desaparecido diario de la tarde.

Mi niñez
(Letra y música J. M. Serrat)
Tenía diez años y un gato
peludo, funámbulo y necio,
que me esperaba en los alambres del patio
a la vuelta del colegio.


Tenía un balcón con albahaca
y un ejército de botones
y un tren con vagones de lata
roto entre dos estaciones.

Tenía un cielo azul y un jardín de adoquines
y una historia a quemar temblándome en la piel.

Era un bello jinete
sobre mi patinete,
burlando cada esquina
como una golondrina,
sin nada que olvidar
porque ayer aprendí a volar,
perdiendo el tiempo de cara al mar.

Tenía una casa sombría,
que madre vistió de ternura,
y una almohada que hablaba y sabía
de mi ambición de ser cura.

Tenía un canario amarillo
que sólo trinaba su pena
oyendo algún viejo organillo
o mi radio de galena.

Y en julio, en Aragón, tenía un pueblecillo,
una acequia, un establo y unas ruinas al sol.

Al viento los ombligos,
volaban cuatro amigos,
picados de viruela
y huérfanos de escuela,
robando uva y maíz,
chupando caña y regaliz.

Creo que entonces yo era feliz.

Tenía cuatro sacramentos
y un ángel de la guarda amigo
y un "Paris-Hollywood" prestado y mugriento
escondido entre mis libros.

Tenía una novia morena,
que abrió a la luna mis sentidos
jugando los juegos prohibidos
a la sombra de una higuera.

Crucé por la niñez imitando a mi hermano.
Descerrajando el viento y apedreando al sol.

Mi madre crió canas
pespunteando pijamas,
mi padre se hizo viejo
sin mirarse al espejo,
y mi hermano se fue
de casa, por primera vez.

Y ¿dónde, dónde fue mi niñez?

1 comentario:

onifur dijo...

Felicidades de parte de mi esposa Ana por la cancion elegida para adornar tu articulo sobre los infumables ideales. Es una enamorada de Serrat y se alegra que sea un recurso apreciado por ti.