Cuando veo lo descarados que son los gorriones y también las palomas, que no se apartan aunque uno los espante, me acuerdo de la escopeta de Crispín y pienso que pronto se nos iban a quedar tan cerca si estuviésemos en el pueblo con las utensilios que usábamos entonces.
No sólo teníamos escopetas, bueno tampoco voy a exagerar, el único que tenia escopeta era Crispín, pero con una nos bastaba para mantener a raya a todos los pájaros del pueblo, me refiero a los que vuelan. Teníamos también tiradores y cepos, recuerdo aquellos cepos de cobre acerado, al que nada más comprarlos les quitamos la varilla metálica que traían para sujetar el engaño y la sustituíamos por un hilo al que atábamos, con mucho esmero, un grano de trigo, al que previamente, habíamos hecho un canalillo para que el hilo se incrustase.
Algunos reforzaban los cepos con un armazón de madera para darles mayor consistencia para que los pájaros no pudiesen alejarse mucho del lugar donde habían sido atrapados. Los cepos reforzados o no, se camuflaban deshaciendo sobre ellos con las manos los cagajones de los caballos y burros, que por aquel entonces abundaban mucho por todas las calles del pueblo.
Con los tiradores nunca vi a nadie que consiguiese dar a un pájaro, pero al menos los asustábamos. Ahora en el pueblo los árboles están repletos, fundamentalmente, de gorriones, que sobre todo al anochecer arman una auténtica algarabía. En nuestra época no les hubiésemos dejado que armasen tanto alboroto, hubiéramos mandado a todos las aves con la música a otra parte. Definitivamente, los pájaros de ahora son todos unos descarados. Claro, que esto es así porque se lo consentimos, si nos dejasen tener a Crispín y a mi un tirador, sólo para asustarlos, otro gallo cantaría, porque a los gallos, aunque sean aves si que los respetaríamos, ya que su canto forma parte de uno de los bellos atractivos de que gozan las mágicas noches del verano monroyego.
Ah, amigo Crispín, cuando voy al pueblo me preguntas si he visto que en Internet hablan de ti, de mí, de Eustasio y yo te pregunto que quién es el que escribe todo eso, me contestas que tú no lo has visto que te lo ha contado alguien y que es uno que firma con un apodo, yo me río para mis adentros y pienso que si de verdad no sabes que ese que firma con el alias Piezarza soy yo, no te lo voy a desvelar, pues de este modo pienso que contribuyo un poco más a la magia que se consigue, a veces, a través de Internet. Fíjate que he dicho alias (apodo, mote) no Alías que es tu segundo apellido y que tú con buen criterio crees que deriva de Alía, el pueblo que está próximo a Guadalupe, pero que yo, para hacerte rabiar, te digo que el pueblo es Alía sin ese y que también podría derivar de alias, claro que tú me dices que tu apellido lleva acento en la i.
Por cierto, el día de Santa Ana hubiera cumplido Eustasio sesenta años, e Isarique los mismos el día de Santiago, aunque igual es al revés, no estoy seguro.
Precisamente Eustasio, tú y yo, nos escapábamos con frecuencia y nos íbamos, unas veces, al Cabril en busca de nidos, otras, donde las pedreras a jugar con la grea y hacer muñecos de barro que secábamos al sol. En primavera, jugábamos con las espadas y flechas hechas con ramas de las higueras y escudos de cartón. En invierno, nos entreteníamos engañando a los charcos con los zancos que unas veces eran de leño y otras los hacíamos con botes de leche condensada y una cuerda.
Jugábamos a las chapas en los bordillos de las pocas aceras que había, a veces las chapas las aplastábamos y hacíamos platillos, simulando que eran monedas de curso legal con las que jugábamos contra la pared, como los mayores lo hacían con las perras chicas y las perras gordas, juego este que consistía en tirar la moneda contra la pared y luego tiraba otro y si quedaba a menos de una cuarta se quedaba con la dos monedas.
Nuestras escapadas al Cabril tenían consecuencias, al menos para mí, cuando alguien le decía a mi madre que nos había visto por allí, inmediatamente me castigaba a no salir el domingo siguiente, solamente me dejaba salir para ir a misa de ocho, siempre que mi madre nos castigaba nos hacía ir a la primera de la mañana. De modo que cuando íbamos a misa de ocho todo el pueblo se enteraba de que estábamos castigados, ésto me sentaba todavía peor que el castigo, la pregunta obligada que te hacían era ¿Andresin por qué te ha castigado esta vez? No bastaba con estar castigado, encima, se tenía que enterar todo el pueblo.
Mi madre me tenía rigurosamente prohibido ir al Cabril, pues era muy miedosa y le tenía pánico a que me pudiese caer por el acantilado denominado la Cisterna, eso y los riberos del Almonte en la carretera de Cáceres la traían a mal traer, para ella ir en coche por los riberos era una verdadera pesadilla.
Mi madre tenía una frase para justificar el castigo por ir al Cabril, decía: Para que llore yo lloras tú. Tenía también otra frase proverbial, cuando uno de nosotros estaba lloriqueando sin saber muy bien el porqué, te daba un cachete y decía: ¡Toma, para que llores por algo!
No sólo teníamos escopetas, bueno tampoco voy a exagerar, el único que tenia escopeta era Crispín, pero con una nos bastaba para mantener a raya a todos los pájaros del pueblo, me refiero a los que vuelan. Teníamos también tiradores y cepos, recuerdo aquellos cepos de cobre acerado, al que nada más comprarlos les quitamos la varilla metálica que traían para sujetar el engaño y la sustituíamos por un hilo al que atábamos, con mucho esmero, un grano de trigo, al que previamente, habíamos hecho un canalillo para que el hilo se incrustase.
Algunos reforzaban los cepos con un armazón de madera para darles mayor consistencia para que los pájaros no pudiesen alejarse mucho del lugar donde habían sido atrapados. Los cepos reforzados o no, se camuflaban deshaciendo sobre ellos con las manos los cagajones de los caballos y burros, que por aquel entonces abundaban mucho por todas las calles del pueblo.
Con los tiradores nunca vi a nadie que consiguiese dar a un pájaro, pero al menos los asustábamos. Ahora en el pueblo los árboles están repletos, fundamentalmente, de gorriones, que sobre todo al anochecer arman una auténtica algarabía. En nuestra época no les hubiésemos dejado que armasen tanto alboroto, hubiéramos mandado a todos las aves con la música a otra parte. Definitivamente, los pájaros de ahora son todos unos descarados. Claro, que esto es así porque se lo consentimos, si nos dejasen tener a Crispín y a mi un tirador, sólo para asustarlos, otro gallo cantaría, porque a los gallos, aunque sean aves si que los respetaríamos, ya que su canto forma parte de uno de los bellos atractivos de que gozan las mágicas noches del verano monroyego.
Ah, amigo Crispín, cuando voy al pueblo me preguntas si he visto que en Internet hablan de ti, de mí, de Eustasio y yo te pregunto que quién es el que escribe todo eso, me contestas que tú no lo has visto que te lo ha contado alguien y que es uno que firma con un apodo, yo me río para mis adentros y pienso que si de verdad no sabes que ese que firma con el alias Piezarza soy yo, no te lo voy a desvelar, pues de este modo pienso que contribuyo un poco más a la magia que se consigue, a veces, a través de Internet. Fíjate que he dicho alias (apodo, mote) no Alías que es tu segundo apellido y que tú con buen criterio crees que deriva de Alía, el pueblo que está próximo a Guadalupe, pero que yo, para hacerte rabiar, te digo que el pueblo es Alía sin ese y que también podría derivar de alias, claro que tú me dices que tu apellido lleva acento en la i.
Por cierto, el día de Santa Ana hubiera cumplido Eustasio sesenta años, e Isarique los mismos el día de Santiago, aunque igual es al revés, no estoy seguro.
Precisamente Eustasio, tú y yo, nos escapábamos con frecuencia y nos íbamos, unas veces, al Cabril en busca de nidos, otras, donde las pedreras a jugar con la grea y hacer muñecos de barro que secábamos al sol. En primavera, jugábamos con las espadas y flechas hechas con ramas de las higueras y escudos de cartón. En invierno, nos entreteníamos engañando a los charcos con los zancos que unas veces eran de leño y otras los hacíamos con botes de leche condensada y una cuerda.
Jugábamos a las chapas en los bordillos de las pocas aceras que había, a veces las chapas las aplastábamos y hacíamos platillos, simulando que eran monedas de curso legal con las que jugábamos contra la pared, como los mayores lo hacían con las perras chicas y las perras gordas, juego este que consistía en tirar la moneda contra la pared y luego tiraba otro y si quedaba a menos de una cuarta se quedaba con la dos monedas.
Nuestras escapadas al Cabril tenían consecuencias, al menos para mí, cuando alguien le decía a mi madre que nos había visto por allí, inmediatamente me castigaba a no salir el domingo siguiente, solamente me dejaba salir para ir a misa de ocho, siempre que mi madre nos castigaba nos hacía ir a la primera de la mañana. De modo que cuando íbamos a misa de ocho todo el pueblo se enteraba de que estábamos castigados, ésto me sentaba todavía peor que el castigo, la pregunta obligada que te hacían era ¿Andresin por qué te ha castigado esta vez? No bastaba con estar castigado, encima, se tenía que enterar todo el pueblo.
Mi madre me tenía rigurosamente prohibido ir al Cabril, pues era muy miedosa y le tenía pánico a que me pudiese caer por el acantilado denominado la Cisterna, eso y los riberos del Almonte en la carretera de Cáceres la traían a mal traer, para ella ir en coche por los riberos era una verdadera pesadilla.
Mi madre tenía una frase para justificar el castigo por ir al Cabril, decía: Para que llore yo lloras tú. Tenía también otra frase proverbial, cuando uno de nosotros estaba lloriqueando sin saber muy bien el porqué, te daba un cachete y decía: ¡Toma, para que llores por algo!
Ahora la que mejor define el talante de mi madre es una frase que ella decía cuando alguien se enzarzaba en disputas y rencillas sin sentido: Quien tenga educación que la ponga.
2 comentarios:
Hola Piezarza
Felicidades por tus extraordinarios relatos de esa época con la cual me siento identificado, pues aunque creo que soy algo mayor que tu, también he vivido episodios similares y me resultan familiares muchas de las personas que nombra.
Precisamente en el párrafo que describe como: “los niños de Monroy, solían ir a las pedreras para jugar haciendo figuras de barro”, me ha traído a la memoria cuando en principios de los años 50, teniendo 6 ó 7 años, regresaba con mi padre a Las Trinidades, encontramos dos o tres niños de 10 ó 12 años (creo que en las pedreras que aludes), los que jugando habían hecho con “grea”, pequeñas escultura que exhibían orgullosos. Tan bien hechas estaban, que recuerdo como mi padre les compró por dos o tres pesetas, una pareja de estatuillas que representaban unas primorosas vacas. Aquellas figuras me causaron ilusión, pues posiblemente pudo ser mi primer juguete. A los “artistas” también les debió agradarla venta, pues salieron corriendo alborozados con el dinero hacía el pueblo, supongo que para gastarlo en golosinas que entonces estaban difíciles de conseguir.
Ahora pienso que habrá sido esos pequeños artistas, posiblemente se desaprovecharía la destreza que apuntaban para la escultura.
Cuantas habilidades, capacidad o inteligencias, se perdieron por falta de recursos en aquellos duros pero maravillosos años.
Saludos cordiales, Sixto
hola Sixto, por lo que dices yo aun soy un poco mayor que tu naci el año 40,el año del ambre decia mi madre, pero aun que hera una niña tambien habia echo figuras de las que hablas en esos años , nose si nos coniciamos a mis padres les decian el tio lorenzo jilito y a mi madre la tia maria patica, me llamo Geronima cerro, pero me decian la mimi me gusta mucho leer este blog del amigo Andres me trae muy buenos recuerdos de mi infancia saludos, la mimi
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