viernes, 6 de noviembre de 2009

San Manuel, bueno y mártir

Las vacaciones las recuerdo como mucha alegría, especialmente las de Navidad, venían los que estudiaban fuera en Cáceres, los más, algunos de Madrid y muy pocos de Salamanca. En mi casa teníamos futbolines y era cita obligada de los estudiantes. La idea de los futbolines había sido de mi madre que vio un anuncio en un periódico. Los futbolines eran de Talleres LASUNCION calle Marquesa de Árgüeso, Madrid. Aunque ahora dudo y quizás en la chapa pusiese La Asunción. El sesenta por ciento de la recaudación era para los de talleres propietarios y el cuarenta restante para nosotros.

De mi madre también fue la idea de poner los futbolines en una casa que tenía mi abuelo en la calle al lado de la posada, casa que hoy ya no existe. Allí en el zaguán se instalaron un futbolín y un juego de esos que tenían dos tablas a cada lado para parar y lanzar las bolas. La tarifa era una peseta para seis bolas. Algunos avispados limaban las monedas de dos reales para hacerla más fina y sacaban con ellas las mismas bolas por la mitad de precio.

Yo invitaba a veces a jugar y claro está no pagaba, abría el candado y sacaba las bolas, allí aprendí a jugar al futbolín y, aunque, tengo fama de ser un poco torpe de movimientos, lo hacía con bastante destreza y era de los que mejor jugaba, junto con Pepe Pondera, que ya era novio de Cristina, creo que ya eran novios cuando hicieron la primera comunión.

La vida me ha demostrado que cuando se practica y se ensaya uno llega a desarrollar aptitudes que parecen no tenerlas, eso mismo me ocurrió con la destreza que desarrollé con la sumadora cuando trabajaba en el departamento de contabilidad, entonces no existían ordenadores y todo había que hacerlo manualmente, ni siquiera había calculadora electrónicas eran mecánicas, teníamos un truco para ahorrar tiempo en las multiplicaciones, si poníamos como multiplicador la cantidad más larga la máquina tardaba menos en hacer la operación que si lo hacíamos al contrario.

A la casa de mi abuelo acudían todos los mozos del pueblo a jugar a los futbolines uno de los más asiduos era Julio Sierro (q.e.p.d.) ya era también novio de Puri.

Un día un chico mayor me quiso pegar dentro de la casa de los futbolines por llamarle, eufemísticamente hablando, poco hombre, lo que le llamé en realidad fue maricón, y se lo llamé no sólo yo, sino también todos los que fuimos a bañarnos esa tarde a la charca de la Era, él quiso vengarse, como era lógico, era mayor que nosotros y era muy fuerte, afortunadamente no quiso hacer demasiada leña de mí y creo que no llegó ni a pegarme, me amenazó con hacerlo si seguía insultándole, no me arredré y le hice frente, pero en honor a la verdad hay que decir que yo no estaba solo me defendieron Telesforo, Eustasio, Ángel de la Montaña, Marcelo y alguno más que ahora no recuerdo.

Qué crueldad la de entonces con el tema de la homosexualidad, yo no sé si realmente ese chico era o no era homosexual, lo que si sé, es que hoy, afortunadamente, pienso que el serlo no es ningún desdoro.

¿Qué culpa tengo yo de que a mí no me guste el queso? Y por ende: ¿Qué culpa tienen los homosexuales de que no les guste el sexo contrario? ¡Ah! ¿Qué no es lo mismo? Y quién decide que nos es lo mismo. Se dice que ser homosexual no es natural, pues miren lo natural es lo que ocurre en la naturaleza y es un hecho incontrovertible que hay gente a quien no le gusta el sexo contrario, lo mismo que existe gente a la que no nos gusta el queso y eso es natural porque está en la naturaleza. Si por el hecho de que a mi no me guste el queso pudiera estar estigmatizado de por vida, porque a alguien se le antojase que lo mío es una enfermedad y que soy un pervertido, diríamos, con razón, que eso es una barbaridad, pues es exactamente la misma barbaridad si se dice de los homosexuales.

Cuanta gente homosexual en los días aciagos del Nacional-Catolicismo ha tenido que sufrir lo indecible por estar estigmatizado, con un complejo de culpa que a mucho les has hecho infelices de por vida, a ellos, a sus padres y a la gente que les quería, algunos llegaban hasta el suicidio. Afortunadamente en los tiempos que corren esto se va superando y la sociedad va tolerando y aceptando que lo que haga cada uno con su cuerpo y su alma en el ámbito de su intimidad, mientras no violente a nadie, es cosa de él y de quien lo comparta.

Hoy pienso muy distinto de como pensaba entonces con respecto al tema de la intolerancia con los homosexuales, pero que otra cosa podía pensar entonces si el segundo libro que llegó a mis manos y el primero que leí se titulaba Te vas haciendo hombre. El primero había sido Moby Dick y no tuve mucho éxito en su lectura leí el prólogo y poco más, lo he leído hace poco y me ha causado gran placer, Herman Melville es un gran escritor.

El libro Te vas haciendo hombre me lo prestó mi primo Vidal, todavía está catalogado, la editorial es Ediciones Paulinas, aunque no sé si lo habrán revisado, espero que por el bien de los jóvenes de ahora que lo lean sí lo esté. En ese libro se encontraban perlas de este tenor: La masturbación reblandece la médula espinal y te puedes quedar ciego.

Hoy con la perspectiva que da el tiempo puedo asegurar que ha sido el libro que más influyó en mi adolescencia y el más nefasto de todos cuando haya leído a lo largo de mi vida, no se pueden decir más mentiras juntas y meter más miedo a unas pobres criaturas. El libro preconiza la castidad, el celibato y llegar virgen al matrimonio, preceptos imposibles de cumplir cuando los jóvenes son sanos, si no es a costa de perder muchas cosas en el camino, entre ellas la salud física y psíquica. Estos preceptos desquician y obsesionan a los sujetos que intentan de buena fe, como era mi caso, cumplirlos, y esto si que a mi se me antoja antinatural, pienso, que es a causa de estas prohibiciones de la Iglesia Católica, a lo que se debe el índice de pederastia tal alto que se da en esta institución.

Por la época que leí el libro e influenciado por Don Marcelo contemplé la posibilidad de ser cura e irme a estudiar en el seminario de Plasencia. Muchas veces me da por pensar que si hubiera sido cura y pensase como pienso ahora, hubiera sufrido un verdadero trauma al tener que tomar una decisión de dimitir de mi estado religioso. Pienso en tantos otros jóvenes de pueblo como yo, que en mis mismas circunstancias, optaron por hacerse sacerdotes y el desgarro que debió suponerles no sólo la crisis de fe en sí, sino el defraudar todas las expectativas que sus familiares y allegados habían depositado en ellos. Todos ellos eran pequeños cuando fueron reclutados, la mayoría en pueblos como el mío, casi todos hijos de labradores, que veían una salida airosa e importante para sus hijos, pues ser sacerdote era como estudiar una carrera que les salía gratis.

Pienso en mi madre que le hubiera hecho mucha ilusión, pues era muy religiosa, que hubiera sido sacerdote. Y pienso en el momento de tener que decirle que no, que yo ahora no creía en todo eso que me habían inculcado de pequeño, que difícilmente podía ser representante de un Dios en el que no creía en su existencia.

Claro, que a lo mejor, hubiera hecho lo que el protagonista de la extraordinaria novela de Unamuno: San Manuel Bueno. Mártir, que para no desosegarla y causarle sufrimiento me hubiese guardado mis dudas, aunque creo, que en el caso de Unamuno y en el mío, más que dudas de fe eran certezas de no tenerla, me hubiera llevado éstas conmigo a la tumba, como hizo el bueno de San Manuel y sin lugar a dudas hubiese sido un desgraciado, porque no hay mayor frustración que representar a alguien en el que no se cree.

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