El verano extremeño tenía y tiene los cielos más azules que yo haya visto nunca, no voy a caer en el tópico de decir que son los mejores, pues los he visto iguales en Portugal, en Badajoz o en Huelva, creo, eso sí, que es en el oeste de la península, donde se dan los cielos con el azul más intenso y es también donde, por las noches, se ven las mejores estrellas y se puede apreciar la Vía Láctea en toda su inmensidad. Bueno, dicen que en el Sahara estas visiones son todavía más espectaculares, también dicen que hace mucho calor, en el verano extremeño también lo hace, aunque, no sé si tanto como en el desierto, pues allí todavía no he estado.
Las clases de verano, a pesar del calor, las recuerdo con mucho cariño, las ventanas de la clase estaban abiertas y entraba el dulce aroma de los geranios y el canto de los pájaros, que, aunque eran la mayoría gorriones, gurriatos para nosotros, nos amenizaban las clases gratamente. Sólo daba clase por la mañana, pues eran sólo dos asignaturas, Geografía y Lengua, de las que tenia que prepararme, porque de gimnasia no daba clase, ya corría yo bastante por las calles del pueblo y jugando en la era, no me hacía ninguna falta dar clases de gimnasia para estar en plena forma.
En septiembre aprobé las tres asignaturas que me habían quedado en junio, con un cinco raspado. A este examen me acompañó mi padre, que aprovechó el viaje, para ultimar la contratación de los músicos que luego vendrían a tocar, en las fiestas de los toros, a nuestro salón de baile.
A mí me gustaba ir a Cáceres con mi padre, más que con mi madre, pues ésta era más austera, sobretodo, en lo relacionado con la comida, aunque para otras cosas era bastante más espléndida. Me gustaba porque mi padre me llevaba con él a los bares a tomar aperitivos. No recuerdo haber comido nunca unos calamares tan ricos y tan blanditos, como aquellos que comía en un bar, que estaba en los soportales de la parte sureste de la Plaza Mayor. Además, después de tomar el aperitivo, me llevaba a comer al Figón de Eustaquio, aquello era un verdadero festín, sobre todos, recuerdo un plato con verdadero deleite, las migas con huevos fritos. Algunas veces, cuando voy a Cáceres, recupero en mi mente ese olor a calamares de la infancia, en cuanto al olor y el sabor de las migas, procuro recuperarlo en la cocina de mi casa, de vez en cuando las hago y de paso doy satisfacción a mis hijos, pues es uno de sus platos favoritos.
La contratación de los músicos la hacía mi padre, en el hoy desaparecido, Hotel Jámec, éste hotel era el punto de reunión de todos los que venían de los pueblos a hacer negocios a la capital, aquí recuerdo que los aperitivos que solían poner eran gambas, aceitunas rellenas de anchoas y patatas fritas a la inglesa. Había unos grande ventanales por donde, unos ociosos y orondos señores, sentados en sillones de cuero, con sombrero y bastón, miraban como pasaba la gente por la ya, entonces, peatonal, bulliciosa y comercial calle Pintores.
Desde que fui la primera vez con mi padre al Hotel Jámec, tuve claro que de mayor me gustaría poder disfrutar de igual libertad y parecerme a aquellos señores clientes del hotel. No en el sentido de ser gordo, con sombrero y bastón, y estar sentado en sillones de cuero, eso se parecería más a lo que Machado denunciaba de los hombres de un casino provinciano, eso nunca, no me gustaría: "Sentir el vacío del mundo en la oquedad de mi cabeza".
Las clases de verano, a pesar del calor, las recuerdo con mucho cariño, las ventanas de la clase estaban abiertas y entraba el dulce aroma de los geranios y el canto de los pájaros, que, aunque eran la mayoría gorriones, gurriatos para nosotros, nos amenizaban las clases gratamente. Sólo daba clase por la mañana, pues eran sólo dos asignaturas, Geografía y Lengua, de las que tenia que prepararme, porque de gimnasia no daba clase, ya corría yo bastante por las calles del pueblo y jugando en la era, no me hacía ninguna falta dar clases de gimnasia para estar en plena forma.
En septiembre aprobé las tres asignaturas que me habían quedado en junio, con un cinco raspado. A este examen me acompañó mi padre, que aprovechó el viaje, para ultimar la contratación de los músicos que luego vendrían a tocar, en las fiestas de los toros, a nuestro salón de baile.
A mí me gustaba ir a Cáceres con mi padre, más que con mi madre, pues ésta era más austera, sobretodo, en lo relacionado con la comida, aunque para otras cosas era bastante más espléndida. Me gustaba porque mi padre me llevaba con él a los bares a tomar aperitivos. No recuerdo haber comido nunca unos calamares tan ricos y tan blanditos, como aquellos que comía en un bar, que estaba en los soportales de la parte sureste de la Plaza Mayor. Además, después de tomar el aperitivo, me llevaba a comer al Figón de Eustaquio, aquello era un verdadero festín, sobre todos, recuerdo un plato con verdadero deleite, las migas con huevos fritos. Algunas veces, cuando voy a Cáceres, recupero en mi mente ese olor a calamares de la infancia, en cuanto al olor y el sabor de las migas, procuro recuperarlo en la cocina de mi casa, de vez en cuando las hago y de paso doy satisfacción a mis hijos, pues es uno de sus platos favoritos.
La contratación de los músicos la hacía mi padre, en el hoy desaparecido, Hotel Jámec, éste hotel era el punto de reunión de todos los que venían de los pueblos a hacer negocios a la capital, aquí recuerdo que los aperitivos que solían poner eran gambas, aceitunas rellenas de anchoas y patatas fritas a la inglesa. Había unos grande ventanales por donde, unos ociosos y orondos señores, sentados en sillones de cuero, con sombrero y bastón, miraban como pasaba la gente por la ya, entonces, peatonal, bulliciosa y comercial calle Pintores.
Desde que fui la primera vez con mi padre al Hotel Jámec, tuve claro que de mayor me gustaría poder disfrutar de igual libertad y parecerme a aquellos señores clientes del hotel. No en el sentido de ser gordo, con sombrero y bastón, y estar sentado en sillones de cuero, eso se parecería más a lo que Machado denunciaba de los hombres de un casino provinciano, eso nunca, no me gustaría: "Sentir el vacío del mundo en la oquedad de mi cabeza".
Yo pensaba, más bien, en un ambiente más cosmopolita y viajero, en lugar de vacío y hastío, sentir entusiasmo y admiración por lo que nos rodea, y sobre todo, si los que nos rodea es una bonita plaza de una ciudad histórica como Salamanca, una mañana de primavera, también me vale una de verano, si se está a la sombra, viendo pasar a la gente, acompañado de buenos amigos conversadores, con una fría y rubia cerveza, unas aceitunas rellenas de anchoas y buen un plato de patatas fritas.
Tampoco me importaría que fuese en alguna mítica terraza de algún famoso café de ciudades como Roma, Paris, Viena, Madrid. Y sin ir tan lejos, no se está nada mal en la terraza del Casino de mi pueblo, Monroy, en las noches del mágico verano extremeño conversando con los amigos, teniendo como testigos la luna, las estrellas y el castillo.
Y para patatas fritas, las que hacía mi madre con aceite de oliva de nuestra propia cosecha, las echaba una a una en la sartén para que no se pegasen, así, una a una, con una tremenda paciencia iba llenando cestos bien grandes, y de las que yo daba buena cuenta cogiendo a puñados, luego las que quedaban, se servían como aperitivos en nuestro bar en las fiestas de los toros.
Ya he dicho que teníamos salón de baile, y que mi padre contrataba músicos para las fiestas importantes, recuerdo, que mi padre contrataba normalmente a la orquesta Cámara, estaba formada por batería, saxo, trompeta, trombón y clarinete. De batería estaba Caso, de trompeta, un buen músico El Chiqué, que hacía las veces de director. Hablando con propiedad, más que una orquesta era una orquestina, los músicos se alojaban en una pensión, pero desayunaban, comían y cenaban en mi casa.
El salón de baile se iluminaba con bombillas de muchos vatios, había bancos por todo el perímetro, que era un perfecto cuadrado de unos doce por doce metros, en ellos se sentaban las madres que no se fiaban de sus hijas, los solteros pagaban, los casados entraban gratis, el precio de la entrada era distinto para el chico que para la chica, las chicas pagaban menos, también recuerdo, que las chicas bailaban entre ellas.
Yo solía sentarme en la tribuna y desde allí me sentía un espectador privilegiado, me encantaba escuchar la música y ver bailar. Uno de los que a mí me parecía que bailaba muy bien era mi primo Antonio (q.e.p.d), llegaba un momento de la noche que ya no podía aguantar más y me quedaba dormido sentado en la tribuna, entonces los músicos aprovechando un descanso me bajaban en brazos a la cama.
¡Cuántas veces me he dormido oyendo la trompeta y el saxofón! Hasta mi cama, llegaban sus sonidos un poco amortiguados por la distancia, es esa una sensación que nunca he olvidado. En la película de la Lengua de las Mariposas, está perfectamente tratado el efecto del sonido de saxofón en la distancia, me encanta esa película y sobre todo el momento de la interpretación, en el baile del pueblo, del pasodoble “En er Mundo”.
El solo de un saxofón que interpreta
en Er Mundo, Suspiros de España
o el solo que toca una sola trompeta
Cerezo Rosa, llegando a las entrañas
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